El proyecto Huellas Montefrío recupera y representa la memoria histórica de sus mujeres en un mural artesanal de barro que enriquece el patrimonio del municipio
Una obra audiovisual pone alma y corazón a la contribución de las mujeres montefrieñas
En Montefrío la huella de la historia es omnipresente. Se cristaliza por doquier en ruinas, monumentos y vistas. Estos vestigios tan notables son el reverso de un sedimento imperceptible: lo cotidiano. Así como se ha excavado, construido y cuidado, rescatado del olvido todo lo que compone nuestra historia; entendemos que hay que rescatar también esas actividades realizadas por las mujeres que la sostienen, desde ese silencio siempre memorioso, nunca ocioso.
En muchas ocasiones, vivimos entre monumentos invisibles. El cemento y los muros de contención de esta construcción social han sido y siguen siendo siempre principalmente, las mujeres. Ellas son la red social de la historia humana, mujeres “de carne y hueso”. Los pilares de la comunidad son personas que sostienen la casa común, son las columnas. Parte del mismo todo.
Si queremos nutrirnos de la historia completa necesitamos visibilizar la labor desarrollada por las mujeres. Desempolvar el arquetipo, muchas veces anónimo, de la madre, la agricultora, la religiosa, la partera o la maestra, para que aparezca la heroína. Si no lo hacemos, esa mujer “de carne y hueso” ocupará tan sólo un lugar en el museo de nuestra memoria.
Ese museo invisible, la huella sobre la piedra
Nuestro objetivo en el proyecto Huellas Montefrío ha sido plasmar esa huella intangible sobre el paisaje, grabarla sobre el patrimonio que ayudaron a construir y sostener las mujeres, en definitiva: Ponerlas en el mapa.
Este proyecto, impulsado por la Delegación de Igualdad de la Diputación de Granada, quiere homenajear a todas las mujeres montefrieñas, a sus huellas; y lo hace con un mapa real, un mural hecho en barro cocido por el artista Ángel Doblás, en el que se materializan nombres de mujeres representativas de todas las mujeres que nos han precedido en este pueblo y que podéis disfrutar al lado del Ayuntamiento. Un lugar visible y reconocido para toda la población. A través de un enlace QR insertado en este mural, podemos conocer y reconocer a algunas de esas «sostenedoras de nuestra vida».
Además, las mujeres participantes en este proyecto protagonizan un video creativo de la mano de los directores artísticos del proyecto Huellas, Larisa Ramos Rzasa y Antonio Ramos Leiva. Un video realizado por Miguel Moreno Moral en el que se plasma, a modo de metáfora, la huella de esas mujeres monumentales.
Estas son las auténticas huellas de esas mujeres que nos han inspirado y guiado en todo el proceso desarrollado en este proyecto.
Gracias a todas.
Las que son, todas.
Las presentes y ausentes.
Sin ellas, este proyecto no sería posible.
Covadonga
María Covadonga de la Rosa Gutiérrez. Nace en Oviedo en 1943. Muy pequeña se trasladó a Granada donde vivió su juventud y cursó estudios de magisterio. Ejerció de maestra en varios pueblos de la provincia de Granada. Años después, contrajo matrimonio con José Guzmán Coca y se vino a vivir a Montefrío, pueblo de su marido. A lo largo de su trayectoria profesional, ha ejercido de maestra y profesora de educación física. Al jubilarse, se dedicó de lleno a mejorar los problemas de las mujeres rurales que vivían en situaciones precarias, inquietud que siempre tuvo. Creó la Asociación de Mujeres Rurales Zoraida, de Montefrío y, junto con otras mujeres, trabajó por los derechos de las mujeres de las zonas rurales. De su mano, con ahínco y entusiasmo, se realizaron infinidad de cursos: de conservas, informática, bordados restauración de muebles, carpintería, plantas medicinales, jabones, ayuda a domicilio.
Actualmente, vive en Almería.
Doña Evangelina Pérez
Nació en Valle de Cerrato (Palencia), el 10 de diciembre de 1910. Cursó sus estudios de maestra nacional en Palencia y comenzó a trabajar en su propio pueblo. Contrajo matrimonio con Felipe Aparicio Antón, que trabajaba como veterinario en dicho municipio palentino. Tuvieron cinco hijos: José Antonio, María Teresa, Luis Felipe, Miguel Ángel y Pompeyo Eugenio. Con esta numerosa familia, y con la intención de mejorar su economía, se vinieron para Andalucía. Así llegaron a Montefrío en donde trabajaron y vivieron hasta su jubilación. La figura de Doña Eva, como le llamábamos todos, ocupa un lugar importante en la memoria colectiva de Montefrío.
En los años 60 había un gran índice de analfabetismo, sobre todo en el campo, en donde era casi imposible acceder a la enseñanza y, sobre todo, para las niñas que lo tenían más difícil. La idea de que las mujeres no necesitaban aprender conocimientos estaba todavía bastante extendida.
Aún así, en Montefrío tuvimos la suerte de contar con varias escuelas: las de niñas y las de niños, ubicadas en varios edificios. El alumnado estaba repartido por secciones (inicial, media y superior) en función de sus conocimientos de escritura, lectura y cálculo, bajo la dirección de un maestro único. Había escuelas unitarias de niñas o de niños, y la maestra o maestro impartía clase a todo el alumnado independientemente de su edad.
En este contexto social, Doña Eva se hizo cargo de la escuela de niñas del final del Paseo de Montefrío. En la foto, que acompaña al escrito, se puede ver la cantidad de niñas que formaban la clase, desde las más pequeñas hasta otras más mayores. Solo un gran amor a la enseñanza y una paciencia infinita podía con ese variopinto grupo, a veces muy complicado de llevar.
Siempre discreta, muy educada, con una comprensión y un cariño dignos de admirar y una dicción castellana perfecta, nos iba llevando por los caminos del conocimiento. Nos colocaba por grupos, explicaba para unas mientras otras trabajaban; las más mayores ayudaban a las más pequeñas según iban terminando y a la espera de la siguiente tarea. Era normal que la pizarra terminara llena, desde las primeras letras hasta operaciones más difíciles. Era normal también que a veces se la notara cansada. Aún así, nunca levantaba la voz. Hasta cuando reñía lo hacía con tanta dulzura que provocaba arrepentimiento hasta en las niñas más traviesas.
Siempre me he preguntado qué don especial tenía para que la clase estuviera tranquila con un número tan elevado de alumnas y con una enseñanza tan individualizada.Para mí fue un referente que me impulsó en mi camino profesional: nunca tuve otras miras que ser docente, una maestra como ella, a quien queríamos mucho y a la que nuestros padres le tenían un profundo respeto. No se me olvida el día en que llamó a los míos para decirles que yo “servía para estudiar”, como se decía antes.
Doña Evangelina murió en Granada en el año 2003, con 93 años. Tenía 15 nietos y 16 bisnietos.
Francisca Comino Matas (Paquita)
Nace el 6 de junio de 1932 en el cortijo del Arroyo del Toril. Aunque la mayor parte de su vida transcurre en el Cortijo de Fuente Dorada. Ya de muy niña, además de ayudar en el hogar, desempeña junto a sus hermanas otras tareas, como guardar pavos o cerdos.
Su curiosidad precoz la lleva a empezar su aprendizaje en la lectura y escritura prestando atención, a hurtadillas, al maestro que iba por el cortijo a dar clases a sus hermanos varones. De jovencita, con 15 años, saca su vena feminista y convence a sus padres para que la dejen tener un novio al que no veían con buenos ojos por ser mayor que ella. Se sale con la suya y se casan. Tienen cuatro hijos a los que saca adelante junto a las tareas de la casa. Además, ayuda en el campo a arrancar garbanzos, segar, trillar, plantar hortalizas, aventar, cuidar animales, etc. Su parte emprendedora la hace vendiendo en el pueblo cosas de la matanza, pavos para navidad, huevos, queso, azafrán e incluso se dice que crío y vendió canarios.
Una emprendedora y empresaria en toda regla que, para facilitarse el trabajo, se compró y aprendió a manejar una calculadora. Generosa y bondadosa para todo el que iba al cortijo, nunca faltaba un plato de comida: tomate frito, remojón con pan de higo, o lo que daba la tierra. Ingeniosa e inteligente, practicaba el trueque con los vendedores ambulantes para conseguir productos a los que había poco acceso como, por ejemplo, ajos por plátanos.
Quiso que sus cuatro hijos fueran a la escuela y enviuda a los 54 años, con la casa sin pagar. Trabajará en el campo, sobre todo en la aceituna, y ya sin deudas y con sus hijos independizados, su gran afán de conocimiento la lleva a apuntarse a la escuela de adultos.
Compra un móvil para poder comunicarse con su familia, que aprende a manejar con ayuda asistiendo a cursos. No duda en cambiarlo cuando aparecen los táctiles, con sus 80 años. Se presenta a certámenes literarios organizados por el Ayuntamiento y consigue varios premios. Con el tiempo hace un libro recopilando relatos, refranes, recetas tradicionales, y fotos de familia. Está apuntada al teatro de mayores, al coro y al Guadalinfo. Tenía un ordenador viejo que al tiempo lo cambia por un portátil. Maneja Facebook y otras redes sociales
Su máxima de vida cuando le surge una dificultada o un problema, es que la orientes para poder resolverlo ella, siempre demostrando un gran deseo de ser independiente y autónoma. La pandemia la obliga a bajar el ritmo pero sigue haciendo gimnasia de modo online. También desayunos o meriendas por video-llamada, y mantener su contacto con los Centros de Guadalinfo realizando fichas para mantener la mente activa.
A sus 90 años tiene una vitalidad envidiable. Ha sido y es una mujer emprendedora, feminista e independiente. Una persona positiva y alegre que acaba de ser bisabuela.
Doña María “la Practicanta”
Ese es el apodo que el pueblo le puso a María Elorza Valderas, mujer que estuvo ejerciendo su profesión de comadrona y practicante en Montefrío durante muchos años. Nació en Granada, en la calle Cedrán, el 3 de agosto de 1909 y murió en Montefrío en 1970 sin haberse jubilado.
La mayor de cuatro hermanos, su vida no fue nada fácil. Su madre murió cuando tenía 16 años y María se hizo cargo de estos ya que su padre viajaba mucho, por cuestiones de trabajo. Siendo tan joven, tuvo que compaginar los cuidados del hogar y de sus cuatro hermanos con los estudios, algo que le resultó muy difícil. Pero aún así, con férrea voluntad, cursó las carreras de matrona y practicante en la Universidad de Granada.
En 1935 se le asignó una plaza de matrona en Montefrío. En esa fecha llegó al pueblo, ya viuda, con su hija de seis años, y tres hermanos aún menores; un panorama realmente complicado para una mujer sola, en un sitio nuevo y en unos tiempos difíciles. Pronto se adaptó al pueblo y con férrea voluntad y espíritu de trabajo, ejerció la profesión de matrona y practicante durante 35 años.
Se la recuerda por las calles del pueblo, siempre con tacones y su maletín: guapa, elegante, decidida, firme y segura. De una casa a otra: curando, poniendo inyecciones, y ayudando a las parturientas. También se comenta que en 1969, y después de que naciera una niña, dijo que era la número 16.000. Moriría un año después sin haber dejado de trabajar.
Muchas madres le están muy agradecidas y varias generaciones de montefrieños cuentan todavía cómo ella ayudó a traerlos al mundo. La huella que dejó Doña María sigue viva en sus recuerdos y en sus corazones.
La Gabriela
Gabriela Jiménez Arco nació en 1949 en el cortijo El Cañillo, junto al Barranco de las Tinajas, en la Zona de Turquilla. Fue la más pequeña de siete hermanos, de los cuales destacó Paco de Montefrío, como cantaor reconocido, aunque todos cantaban bien.
Desde que era una niña se hizo notar por su extraordinaria voz y participó en muchos concursos en los que obtuvo premios como el de saetas en Cabra (Córdoba), el de tarantas en Linares (Jaén), y el de granaínas en Sevilla. Formó grupo con su hermano y con su cuñada, Rocío la Campera, recorriendo muchas provincias y actuando con compañías importantes a nivel nacional.
Pero apenas tuvo tiempo de demostrar lo que valía. Un desgraciado accidente de carretera truncó su vida a la edad de 25 años, en el cual fallecerían su hermano Paco, de 40 años, su cuñada Rocío, de 30, y su sobrina Mará Ascensión, de 8 años. Esta tragedia conmocionó a Montefrío y a todo el país el 25 de enero de 1974.
Gabriela era muy rubia, muy guapa y muy graciosa. El arte no solo le salía por la garganta sino con cada gesto, con cada movimiento, con cada toque de sombrero, con cada aire de abanico, o cada sonido de sus castañuelas, las cuales manejaba con gran soltura.
Con su hermano y su cuñada, formaban un trío de una elegancia magnífica. Llamaban mucho la atención los preciosos vestidos de ellas y los trajes perfectos de él en unos tiempos precarios y teniendo en cuenta que se criaron y vivían en el Barranco de las Tinajas, una zona muy alejada del pueblo. A pesar de su juventud, dominaba los cantes flamencos a la perfección, pero no llegó a grabar ningún disco… En ello pensaba cuando ocurrió el terrible accidente que truncaría su vida y su prometedora carrera artística.
En 2020, su hermana María, con 83 años, grabó un disco dedicado a sus hermanos y cuñada fallecidos.
Maria Antonia, La Molinera
María Antonia Abril Mercado, más conocida por la Molinera, nació en Montefrío en el año 1900. Se casó en los años 20 y tuvo cinco hijas. Murió a la edad de 84 años en Valencia, donde está enterrada.
Sobre el año 1939 comenzó a hacer churros, que vendía en un pequeño puesto al lado de las Pilillas, en Montefrío. Después de unos años en los que fue cambiando de ubicación, se instaló en un puesto del nuevo mercado de abastos, junto a algunas de sus hijas que le ayudaban.
Para los que la hemos conocido, nombrar a “La Molinera” es rememorar de inmediato el olor inconfundible de la masa frita y el sabor exquisito de los tejeringos, esas ruedas pequeñas o enormes según las pesetas que pidieras, con un color dorado perfecto y una textura en su punto, crujientes por fuera y tiernos por dentro. A cualquiera que se le pregunte dirá que como sus churros, no habrá otros en el mundo. También freía buñuelos, que los insertaba en un junco. Riquísimos también.
María Antonia era muy risueña y simpática, siempre estaba alegre y charlaba mucho con la gente que acudía a su puesto. También tenía un gran corazón y regalaba trozos de churros a los niños que ella sabía que no podían comprarlos. Con su moño blanco y su delantal, era una institución en el pueblo. Todos la conocían y hasta el día de hoy se sigue diciendo lo mismo: «Como los tejeringos de la Molinera, ningunos».
María “la del Calvario”
María Ortiz Gálvez, más conocida como María la del Calvario, nació en Montefrío en 1904 y murió en 1992.
Según relata su nieta, María tuvo que realizar, como tantas otras mujeres de su época, muchas tareas que le pudieran proporcionar una ayuda económica para su casa, en unos tiempos muy difíciles de guerra y postguerra. Trabajó de planchadora, lavandera, encaladora, aguadora y limpiadora. Pero fue más conocida en el pueblo por cuidar y mantener la Ermita del Calvario en perfectas condiciones todo el año. De ahí tomó el apodo, que todavía hoy en día lo mantienen sus hijos, hijas, nietas y nietos.
Limpiaba y adornaba primorosamente la Ermita. A cambio, se le permitió vivir durante un tiempo en una casa aledaña. Allí nacieron algunos de sus hijos. En concreto su nieta Paqui Cano Ortíz cuenta cómo su padre vino al mundo mientras el cura estaba diciendo la misa y al terminar el oficio, este fue a regalarle al recién nacido dinero para cuando necesitara sus primeros zapatos.
María encalaba las cruces del camino del Calvario y lo mantenía todo blanco y florido, muy bien cuidado todo el año. Aunque, especialmente, durante la Semana Santa y de cara al Vía Crucis que se realizaba el Día de Corpus Cristi. Estas eran fechas donde había gran afluencia de las gentes del pueblo, que subían a la Ermita a realizar diferentes cultos. Y en esos días, y teniendo en cuenta la empinada cuesta que había que subir para llegar, ella siempre estaba allí para recibir a los feligreses con un cántaro de agua fresquita, traída de la Fuente de las Peñas.
María era una mujer amable y servicial, muy querida y conocida por todos sus vecinos. Era alta, morena, de pelo ondulado, bien sujeto con horquillas. Siempre iba vestida de negro, con delantales “de medio luto”, como se decía entonces.
María “la del Calvario” dejó una huella en Montefrío que no se puede olvidar y siempre será recordada por la labor tan extraordinaria que realizaba en la pequeña Ermita.
Paquita “la Leona”
Su nombre verdadero era Natividad Ortiz Avilés, más conocida por el apodo de “la leona”, debido al segundo apellido de su madre, Ponce de León. Y en cuanto al nombre de Paquita, por el que se la conoció toda la vida, es herencia de su padre que se llamaba Francisco y murió unos días después de que ella naciera. Su madre decidió llamarla como su marido, en su recuerdo.
Nació en Montefrío el 11 de marzo de 1924 y falleció en el 2018 a la edad de 96 años también en este pueblo. Se casó muy joven y se fue a Barcelona junto con su madre y su marido en donde estuvo trabajando en una imprenta varios años. Se separó sin hijos y su madre y ella volvieron a Montefrío. Fueron tiempos duros en los que se ganaban la vida como podían: Tostaban garbanzos y freían patatas, los metían en una canasta y los vendían por la plaza, por lo que eran muy conocidas.
Pero el oficio más curioso que ejercía, y por el que se la recuerda más, era el de ir por las calles junto con su madre, casa por casa, anunciando las misas de difuntos. Así, ambas informaban a los vecinos del nombre y apodo, día, hora y parroquia en donde se le diría una misa al finado. Otro cometido que tenía era rezar el rosario en los velatorios durante tres días, después de los entierros, por los que percibían una contribución monetaria de las familias. Todo esto lo seguiría haciendo Paquita después de la muerte de su madre. También ejerció de sacristana sustituyendo a Toribio, el cura.
Arreglaba los altares, tocaba las campanas, tenía a punto los ornamentos y realizaba múltiples tareas de limpieza y mantenimiento. Siempre será recordada por ser una mujer muy trabajadora, que no estaba nunca quieta y que contribuyó activamente en el servicio a la comunidad. Con ella, se perderían costumbres y tradiciones curiosas, pero siempre se le recordará por ser la última sacristana, pregonera de misas y rezadora de rosarios por las almas de sus convecinos.
Pura la de Manzano
Así es como se conoció durante toda su vida a Purificación Avilés Gordo. Nació en el mes de mayo de 1924 y falleció el 2 de septiembre de 2021, a la edad de 96 años. Fue la más pequeña de cuatro hermanos. Su padre era zapatero y su madre una ama de casa que ayudaba a muchas parturientas a traer niños al mundo, algo para lo que tenía un don especial.
Desde pequeña tuvo mucho interés por aprender todo lo que podía en unos tiempos en los que era muy difícil que las niñas accediesen a una educación reglada. Ella sola, aprendió mecanografía y, a falta de máquina de escribir, se la fabricó de cartón con un teclado confeccionado con círculos dibujados y que contenían las letras, números y signos. Esto le sirvió para lograr un trabajo de mecanógrafa en el Ayuntamiento de Montefrío siendo la primera mujer en trabajar en la Casa Consistorial, lugar destinado solo a hombres hasta aquel momento. Allí conocería a su marido, Manuel García Flores, con el que tuvo a sus cuatro hijos: Rafael Jesús, Juan María, Antonio y Julia.
Movida de una inquietud digna de admirar, compaginó su trabajo de madre con muchas otras actividades. Fue directora del taller de bordado del pueblo, ayudaba a las familias más necesitadas repartiendo comida y ropa, y acompañaba a su madre para asistir a los partos. Perteneció a la Asociación de Amas de Casa, al Coro Parroquial, y a los Coros y Danzas, entre multitud de otras muchas actividades que realizó en su vida.
De carácter alegre, rubia, coqueta, con sus labios pintados, Pura siempre será recordada por su positividad dhacia la vida, su buen humor y ser una adelantada en su tiempo.
Pura La Santa
Purificación Durán mira, más conocida por “Pura la santa”, nació el 15 de julio de 1913 y murió el 26 de octubre de 1995.
En Montefrío la recordaremos siempre por su contribución extraordinaria en cuidar la Ermita del Carmen durante muchos años. Se encargaba de limpiarla: su altar, los bancos, los ornamentos religiosos; tocar la campana, y hasta barrer la puerta y el callejón lateral para que todo estuviera limpio y cuidado.
Lo hacía en todas las épocas durante todo el año, pero era en el mes de mayo cuando más esmero ponía: cada mañana colocaba flores frescas y por la tarde, a son de campana, llamaba a quien quisiera acudir para rezar el rosario. En este mes “de las flores o el mes de María”, también se cantaban canciones a la Virgen, que llenaban la calle del Carmen de alegría. Y cuando terminaba mayo, se comenzaba la novena al Corazón de Jesús, dirigida también por ella.
Pura era de estatura media, delgada, y con el pelo corto y ondulado. Muy popular entre sus vecinos de la calle del Carmen y de todo el pueblo, siempre la tuvieron en gran consideración y fue muy querida. Era muy educada, de voz suave y dulce, de sonrisa amplia y sincera.
Su marido era albañil y tuvo tres hijos. Aún con el trabajo diario que suponía hacerse cargo de la familia, sacaba tiempo para que todo el recinto se mantuviera vivo y precioso. El culto en su adorada iglesia se terminaría con ella, por lo que podemos decir que fue la última custodia de la Ermita del Carmen. Siempre quedará en el recuerdo de las gentes de Montefrío por su altruista devoción a la Ermita, que a día de hoy se encuentra tristemente en ruinas.
Rocio La Campera
El nombre de la cantaora Rocío la Campera era en realidad Josefina Ruiz Calvo. Nació en 1944 en el cortijo de las Tinajas, cerca de los barrancos de la Vieja y de las Tinajas, y en el paraje de Turquilla, zona bastante alejada del pueblo de Montefrío.
Desde niña destacó la bonita voz que tenía y comenzó a actuar con grupos de amigos. Siendo muy joven, realizó varias presentaciones por el norte de España y después tuvo muchos éxitos en Barcelona.
Se casó con el gran cantaor Paco de Montefrío el 22 de abril de 1965, boda de la que se hizo eco la prensa de la época. Con su marido Paco y su cuñada La Gabriela recorrieron muchas ciudades de España formando parte de compañías de artistas tan prestigiosos como la Niña de la Puebla, Adelfa Soto y Juanito Valderrama. Grabaron discos, juntos y por separado, que obtuvieron mucho éxito y son verdaderas joyas para el recuerdo. En 1968 resultaría vencedora en la VIII Edición del certamen Cante de las Minas de la Unión, en su apartado de los cantes de Levante.
La descripción más cercana de lo que representaba Rocío la hace el periódico “El sol de España” de Málaga durante la entrevista que le realizaron por el premio recibido: «Rocío la Campera, además de reunir extraordinarias condiciones como cantaora de flamenco, es una genuina representante de la belleza andaluza, de ese atractivo de ojos negros, grandes y luminosos y de esos cabellos de un azabache profundo que tanto caracterizan a las mujeres de nuestra tierra. Es una mujer muy alegre por naturaleza, que se preocupa por todo y a todo le pone interés. Esta gran guapa, que estamos entrevistando, deja entrever muy claramente que es una mujer optimista. La sonrisa, esa gracia que tanto la caracteriza, nunca le falta de los labios».
Rocío murió a los 30 años, junto a su marido y a su cuñada, en un tremendo accidente de coche cuando volvían de una gira. Su pequeña hija de ocho años, que también los acompañaba, falleció unos días después. Fue en enero de 1974, un día aciago que el pueblo de Montefrío siempre recordará con una profunda tristeza.
Sor Aurora
Sor Aurora nació en Almuñécar (Granada) el 7 de mayo de 1935 y pasó en Montefrío muchos años formando parte de la comunidad de Hermanas Mercedarias de la Caridad en el antiguo hospital y residencia de ancianos de San Juan de los Reyes.
Esta mujer ha dejado una huella imborrable en todos los que la conocimos por su bondad y servicio a la sociedad montefrieña, sobre todo a los más necesitados. Cuando llegó al pueblo, el antiguo hospital de San Juan de los Reyes estaba en muy malas condiciones. Ella se movilizó y habló con el alcalde y con todas las personas que creía que la podían ayudar para arreglarlo. En ese edificio había ancianos y enfermos, personas pobres y sin familia.
Sor Aurora se dedicaba también a dar clases a los niños pequeños y a muchas jóvenes del pueblo las enseñó a bordar. Tenía unas manos espectaculares para el bordado. Dejó una profunda huella: conocía a todo el pueblo y toda la gente a ella. Siempre estaba dispuesta para ayudar a quien lo necesitaba. Cuando le decían: “Sor Aurora, que esta persona está mal”, allá que iba a ver en qué podía socorrer.
Pedía mucho, sí. De hecho, en el pueblo se ha quedado el dicho “Pides más que Sor Aurora”, pero siempre lo hacía pensando en el bien de los demás. Si llegaba un niño que sus padres no tenían para pagarle el colegio, le daba clases gratis; si iba una mujer accidentada, se ponía el delantal, se remangaba y hacía lo que podía por curarla. Algo que quedó grabado en la historia de Montefrío es que había una familia con muchos niños y el marido estaba muy enfermo y después murió. Cuando vio este drama tan doloroso, llegó llorando y le pidió permiso a la madre superiora para intentar solucionar la situación.
Se fue a buscar al alcalde, encontraron un solar y recorrió bastantes pueblos buscando materiales de construcción para hacer una casa, algo que consiguió y en la que colaboraron muchas personas por su mediación. El cuarto de baño se lo mandaron completo desde Almuñécar, de donde era ella. Las mujeres subían agua para el cemento, los albañiles echaban las horas que podían sin cobrar,… Consiguió unir a mucha gente en un acto de noble generosidad. Gracias a su labor, esta familia pudo vivir en mejores condiciones.
Se iba a los campos y al que tenía olivos, le pedía aceite; al que tenía un huerto le pedía hortalizas y frutas. Todo esto lo repartía para socorrer a las personas necesitadas. También colaboraba mucho con la parroquia, preparaba a niños y niñas para la primera comunión y para la confirmación, dirigía el coro que cantaba en misa y arreglaba los altares de la iglesia, así como a los santos para las procesiones.
Sor Aurora se marchó del pueblo, con todo el dolor de su corazón, cuando cerraron el hospital. Vive todavía, lejos de su querido Montefrío, pero en el recuerdo de muchos montefrieños.